martes, 22 de abril de 2025

Plejánov explicando la conjunción histórica de casualidades y procesos generales

«El futuro no puede pertenecer a concepciones confusas e indefinidas; tales, precisamente, son las de Monod y, sobre todo, las de Lamprecht. No es posible, naturalmente, dejar de saludar la tendencia que proclama que la tarea primordial de la ciencia histórica es el estudio de las instituciones sociales y de las condiciones económicas. Esta ciencia irá lejos, cuando dicha tendencia arraigue en ella definitivamente. Pero, en primer término, Pirenne se equivoca considerando que esta tendencia es nueva. Ha surgido en la ciencia histórica ya en la segunda década del siglo XIX: sus representantes más destacados y consecuentes fueron Guizot, Mignet, Agustín Thierry [20] y, más tarde, Tocqueville y otros. Las ideas de Monod y Lamprecht no son más que una copia pálida de un original viejo, pero muy notable. En segundo término, por profundas que hayan sido para su época las concepciones de Guizot, Mignet y otros historiadores franceses, muchos puntos han quedado sin esclarecer. No dan una solución precisa y completa a la cuestión del papel del individuo en la Historia. Ahora bien, la ciencia histórica debe resolver de una manera efectiva esta cuestión, si es que sus representantes quieren librarse de una concepción unilateral del objeto de su ciencia. El futuro pertenece a la escuela que mejor resuelva este problema. 

Las ideas de Guizot, Mignet y otros historiadores pertenecientes a esta tendencia, eran como una reacción frente a las ideas históricas del siglo XVIII y son su antítesis. Los hombres que en aquel siglo se ocupaban de la filosofía de la Historia lo reducían todo a la actividad consciente de los individuos. Ciertamente, existían también entonces algunas excepciones a la regla general: el campo visual histórico-filosófico, por ejemplo, de Vico, Montesquieu y Herder [21] era mucho más amplio. Pero nosotros no nos referimos a las excepciones, la enorme mayoría de los pensadores del siglo XVIII interpretaban la Historia tal como lo hemos expuesto. Es muy interesante a este respecto volver a leer hoy las obras históricas de Mably [22]. Según este autor, fue Minos el que organizó la vida social y política y las costumbres de los cretenses, mientras Licurgo prestó el mismo servicio a Esparta. Si los espartanos «despreciaban» los bienes materiales, esto es debido a Licurgo, que «penetró, por decirlo así, hasta el corazón mismo de sus conciudadanos y ahogó en ellos todo germen de pasión por las riquezas» [23]. Y si más tarde los espartanos abandonaron la senda señalada por el sabio Licurgo la culpa es de Lisandro, que les había convencido de que «los tiempos nuevos y las nuevas circunstancias exigen, nuevas leyes y una política nueva» [24]. 

Las obras escritas partiendo de este punto de vista, no tenían nada que ver con la ciencia y se escribían, como sermones, únicamente con vistas a las «lecciones» morales que de ellos se desprenden. Contra estas concepciones fue contra las que se levantaron los historiadores franceses de la época de la Restauración (1815-1830). Después de las convulsiones de fines del siglo XVIII, era ya en absoluto imposible considerar a la Historia como obra de personalidades más o menos eminentes, más o menos nobles e ilustradas, que arbitrariamente inculcaran a una masa ignorante, pero sumisa, estos o los otros sentimientos e ideas. Contra tal filosofía de la Historia se rebelaba además el orgullo plebeyo de los teóricos burgueses. Eran los mismos sentimientos que todavía en el siglo XVIII se pusieron de manifiesto en la naciente dramaturgia burguesa. En la lucha contra las viejas concepciones históricas, Thierry empleaba, entre otros, los mismos argumentos que fueron empleados por Beaumarchais y otros contra la vieja estética [25]. 

Por último, las tempestades que poco tiempo antes habían estallado en Francia, demostraban claramente que la marcha de los acontecimientos históricos estaba lejos de ser determinada exclusivamente por la actividad consciente de los hombres; ésta sola circunstancia debía ya sugerir la idea de que los acontecimientos tienen lugar bajo la influencia de cierta necesidad latente que actúa de manera ciega, como las fuerzas de la naturaleza, pero conforme a determinadas leyes inexorables. Es interesante −aunque hasta ahora, que nosotros sepamos, nadie lo ha señalado− el hecho de que la nueva concepción de la Historia, como proceso que obedece a determinadas leyes, fue defendido de la manera más consecuente por los historiadores franceses de la época de la Restauración, y precisamente en las obras dedicadas a la Revolución Francesa. 

sábado, 12 de abril de 2025

¿Existía la naturaleza antes que el hombre? Lenin responde a Avenarius, Petzoldt, Basárov, Valentínov y Cía.


«Ya hemos visto que esta cuestión es particularmente espinosa para la filosofía de Mach y de Avenarius. Las ciencias naturales afirman positivamente que La Tierra existió en un estado tal que ni el hombre ni ningún otro ser viviente la habitaban ni podían habitarla. La materia orgánica es un fenómeno posterior, fruto de un desarrollo muy prolongado. No había materia, es decir materia dotada de sensibilidad, no había ningún «complejo de sensaciones», ni YO alguno, supuestamente unido de un modo «indisoluble» al medio, según la doctrina de Avenarius. La materia es lo primario; el pensamiento, la conciencia, la sensación son producto de un alto desarrollo. Tal es la teoría materialista del conocimiento, adoptada espontáneamente por las ciencias naturales. 

Cabe preguntar: ¿se percataron los representantes más notables del empiriocriticismo de esta contradicción entre su teoría y las ciencias naturales? Sí, se percataron y se plantearon abiertamente el problema de con qué razonamientos eliminar esta contradicción. Desde el punto de vista del materialismo ofrecen particular interés tres maneras de ver la cuestión: la del mismo Avenarius y las de sus discípulos J. Petzoldt y R. Willy.

Avenarius intenta eliminar la contradicción con las ciencias naturales por medio de la teoría del término central [el «YO»] «potencial» de la coordinación. La coordinación, como sabemos, consiste en una relación «indisoluble» entre el YO y el medio. Para deshacer el evidente absurdo de dicha teoría, se introduce el concepto de un término central [el «YO»] «potencial». ¿Cómo explicar, por ejemplo, el hecho de que el hombre sea producto del desarrollo de un embrión? ¿Existe el medio [«contra-término»] si el «término central» [el «YO»] es un embrión? El sistema embrionario C −responde Avenarius en su «Observaciones sobre el concepto del objeto de la psicología» (1895)− es «el término central potencial con respecto al medio individual futuro». El término central potencial nunca es igual a cero, incluso cuando no hay todavía padres, y sólo existen «partes constituyentes del medio», susceptibles de llegar a ser padres.

Así, la coordinación es indisoluble. El empiriocriticista está obligado a afirmarlo para salvar las bases de su filosofía: las sensaciones y sus complejos. El hombre es el término central de esta coordinación. Y cuando el hombre todavía no existe, cuando aun no ha nacido, el término central no es, a pesar de todo, igual a cero: ¡lo único que ha hecho es convertirse en un término central potencial! ¡No podemos por menos de asombrarnos de que se encuentren personas capaces de tomar en serio a un filósofo que aduce razonamientos semejantes! Incluso Wundt en su obra «Sobre el realismo ingenuo y crítico» (1897), que declara no ser de ningún modo enemigo de toda metafísica −es decir, de todo fideísmo−, se ve obligado a reconocer que hay aquí un «oscurecimiento místico del concepto de la experiencia» por medio de la palabreja «potencial», que anula toda coordinación.

En realidad, ¿acaso se puede hablar en serio de una coordinación cuya indisolubilidad consiste en que uno de sus términos es potencial?

Engels tenía completa razón al fustigar a Dühring, ateísta declarado, por haber dejado inconsecuentemente un portillo abierto al fideísmo en su filosofía. En diversas ocasiones −y con sobrado motivo−, Engels dirigió este reproche al materialista Dühring, que, por lo menos en los años 70, no formuló deducciones teológicas. Y aun encontramos entre nosotros algunos que, pretendiendo pasar por marxistas, propagan entre las masas una filosofía rayana en el fideísmo.

«Pudiera parecer [escribe allí mismo Avenarius] que, precisamente desde el punto de vista empiriocriticista, no tienen derecho las ciencias naturales a plantear la cuestión acerca de los períodos de nuestro medio actual que precedieron en el tiempo a la existencia del hombre. (…) Quien se plantea esta cuestión no puede evitar agregarse mentalmente [es decir, representarse como estando él presente en aquel entonces]. En realidad, lo que busca el naturalista [aun cuando no se dé cuenta claramente], es, en el fondo, lo siguiente: de qué modo debe ser representada La Tierra... antes de la aparición de los seres vivientes o del hombre, si yo me sitúo en calidad de espectador, aproximadamente a la manera de un hombre que observase desde nuestra Tierra, con ayuda de instrumentos perfeccionados, la historia de otro planeta o inclusive de otro sistema solar». (Richard Avenarius; Observaciones sobre el concepto del objeto de la psicología, 1894)

viernes, 28 de marzo de 2025

¿Por qué se afirma que las matemáticas toman sus conceptos de números y figuras de la vida real?

«Claro que la matemática pura tiene una validez independiente de la experiencia particular de cada individuo; pero lo mismo puede decirse de todos los hechos establecidos por todas las ciencias, y hasta de todos los hechos en general. Los polos magnéticos, la composición del agua por el oxígeno y el hidrógeno, el hecho de que Hegel ha muerto y el señor Dühring está vivo, son válidos independientemente de mi experiencia o de la de otras personas, y hasta independientemente de la experiencia del señor Dühring en cuanto que éste se duerma con el sueño del justo. Pero lo que no es verdad es que en la matemática pura el entendimiento se ocupe exclusivamente de sus propias creaciones e imaginaciones. Los conceptos de número y figura no han sido tomados sino del mundo real. Los diez dedos con los cuales los hombres han aprendido a contar, a realizar la primera operación aritmética, no son ni mucho menos una libre creación del entendimiento. Para contar hacen falta no sólo objetos contables, enumerables, sino también la capacidad de prescindir, al considerar esos objetos, de todas sus demás cualidades que no sean el número, y esta capacidad es resultado de una larga evolución histórica y de experiencia. También el concepto de figura, igual que el de número, está tomado exclusivamente del mundo externo, y no ha nacido en la cabeza, del pensamiento puro. Tenía que haber cosas que tuvieran figura y cuyas figuras fueran comparadas, antes de que se pudiera llegar al concepto de figura. La matemática pura tiene como objeto las formas especiales y las relaciones cuantitativas del mundo real, es decir, una materia muy real. El hecho de que esa materia aparece en la matemática de un modo sumamente abstracto no puede ocultar sino superficialmente su origen en el mundo externo. Para poder estudiar esas formas y relaciones en toda su pureza hay, empero, que separarlas totalmente de su contenido, poner éste aparte como indiferente; así se consiguen los puntos sin dimensiones, las líneas sin grosor ni anchura, las a y b y las x e y, las constantes y las variables, y se llega al final, efectivamente, a las propias y libres creaciones e imaginaciones del entendimiento, a saber, a las magnitudes imaginarias. Tampoco la aparente derivación de las magnitudes matemáticas unas de otras prueba su origen apriorístico, sino sólo su conexión racional. Antes de que se llegara a la idea de derivar la forma de un cilindro de la revolución de un rectángulo alrededor de uno de sus lados ha habido que estudiar gran número de rectángulos y cilindros reales, aunque de forma muy imperfecta. Como todas las demás ciencias, la matemática ha nacido de las necesidades de los hombres: de la medición de tierras y capacidades de los recipientes, de la medición del tiempo y de la mecánica. Pero, como en todos los ámbitos del pensamiento, al llegar a cierto nivel de evolución se separan del mundo real las leyes abstraídas del mismo, se le contraponen como algo independiente, como leyes que le llegaran de afuera y según las cuales tiene que disponerse el mundo. Así ha ocurrido en la sociedad y en el Estado, y así precisamente se aplica luego al mundo la matemática pura, aunque ha sido tomada sencillamente de ese mundo y no representa más que una parte de las formas de conexión del mismo, única razón por la cual es aplicable». (Friedrich Engels; Anti-Dühring, 1878)

martes, 4 de marzo de 2025

Los funcionarios franceses en el siglo XVIII; Karl Kautsky, 1889

«Entre los dos primeros órdenes y el tercero, los funcionarios de la administración pública ocupaban una situación particular.

Los órganos de la antigua administración feudal se habían mantenido en parte: habían perdido sus funciones esenciales pero no sus ingresos. Medios muy ventajosos de explotación pública en manos de la nobleza, esas plazas no habían desaparecido en absoluta en la medida en que se convertían en inútiles. Por el contrario: el número de las más lucrativas y superfluas de ellas aumentó en el curso del siglo XVIII, como hemos visto.

Al lado de esas cargas inútiles se habían tenido que crear, sin embargo, otras en la justicia, la policía, las finanzas, cuyo carácter respondía mejor a las condiciones de una monarquía moderna. Se habían instituido cada vez más y los titulares eran nombrados por el rey. Pero al principio habían recibido una remuneración insignificante o nula, y sus ingresos consistían más en derechos a beneficios eventuales, que la población paga a los funcionarios. Esos ingresos crecieron en la medida en que el cargo extendía su impronta; y para los reyes, cuyas necesidades de dinero eran perpetuas, fue un buen negocio no solamente conferir sino, además, vender esas funciones que reportaban tan buenos ingresos. Desde el siglo XV el uso de este sistema comenzó a extenderse y muy pronto devino para los reyes uno de los principales medios para hacer dinero. No solamente los miembros de los comités directores de los cuerpos de los oficios y otras corporaciones, sino también los mismos maestros se convirtieron en funcionarios públicos, que tenían que pagar por su cargo si su corporación no había sido lo bastante rica como para comprar su independencia; se arrebató incluso la autonomías a las ciudades y las funciones y dignidades comunales, a menos que las villas las recompraran a buen precio, fueron transformadas en funciones públicas: naturalmente esos funcionarios extraían sus emolumentos a costa de la población. Pero esto no era suficiente para acabar con la perpetua necesidad financiera de los reyes: se llegaron a crear las funciones más absurdas y las poblaciones estaban obligadas a proveerlas de dones. Así, por ejemplo, en los últimos años de Luis XIV, se instituyeron los siguientes cargos: inspectores de peluquerías, controladores de cerdos y de lechones, contadores de heno, consejeros del rey controladores en los apilamientos de madera, inspectores de mantequilla fresca, de mantequilla salada, etc., etc. De 1701 a 1715, el rey sacó de la venta de nuevos cargos unos ingresos de 542 millones de libras. Poco importaba quién comprase. Los tesoreros-pagadores del ejército compraban los cargos a quienes debían vigilarlos a ellos y, así, se liberaban de todo control.

lunes, 24 de febrero de 2025

El arte románico y su conexión con la sociedad feudal de los siglos XI-XIII

«El arte románico fue un arte monástico, pero al mismo tiempo también un arte aristocrático. Quizá sea en él donde se refleja de manera más evidente la solidaridad espiritual entre el clero y la nobleza. Lo mismo que ocurría en la antigua Roma con las dignidades sacerdotales, también en la Iglesia de la Edad Media los puestos más importantes estaban reservados a los miembros de la aristocracia. Los abades y los obispos no estaban, sin embargo, tan íntimamente unidos a la nobleza feudal por razón de su origen noble cuanto, por sus intereses económicos y políticos, pues debían sus propiedades y su poder al mismo orden social en que se basaban también los privilegios de la nobleza secular. Entre ambas aristocracias existía una alianza que, aunque no siempre era expresa, se mantenía continuamente. Las órdenes monásticas, cuyos abades disponían de inmensas riquezas y legiones de súbditos y de cuyas filas procedían los más poderosos Papas, los más influyentes consejeros y los más peligrosos rivales de emperadores y reyes, estaban tan por encima y eran tan ajenas a las masas como los señores temporales. Hasta el movimiento reformador ascético de Cluny no aparece un cambio en su actitud señorial, pero de una inclinación hacia ideas democráticas solo puede hablarse realmente a partir del movimiento de las órdenes mendicantes. Los monasterios, situados en medio de sus extensas propiedades, en las faldas de las montañas que dominaban desde arriba el país, con sus muros escarpados, macizos, construidos como baluartes, eran moradas señoriales tan inabordables como los burgos y castillos de los príncipes y barones. Es, por consiguiente, bien comprensible que también el arte que se creaba en estos monasterios correspondiera a la mentalidad de la nobleza temporal. 

La nobleza proveniente de la aristocracia franca de guerreros y funcionarios, nobleza que, a partir del siglo IX, se hace cada vez más feudal, está situada en esta época en la cumbre de la sociedad y se convierte en la poseedora efectiva del poder estatal. La antigua nobleza que estaba al servicio del rey se convierte en una nobleza hereditaria, poderosa, arrogante y rebelde, en la que el recuerdo de sus orígenes como empleados está borrado e incluso desvanecido hace largo tiempo, y cuyos privilegios parecen remontarse a tiempos inmemoriales. Con el transcurso del tiempo la relación entre los reyes y esta nobleza se invirtió por completo. Primitivamente la Corona era hereditaria y el señor podía escoger a su gusto sus consejeros y funcionarios; ahora, por el contrario, son hereditarios los privilegios de la nobleza y los reyes son elegidos. Los Estados románico-germánicos de la Alta Edad Media tropezaron con dificultades que ya se habían hecho perceptibles en los finales del mundo antiguo y a las que ya entonces se había intentado dar solución mediante instituciones que, como el colonato, la imposición de tributos en especie y la responsabilidad de los terratenientes para las contribuciones del Estado, estaban ya en la misma línea que el feudalismo. 

La falta de medios monetarios suficientes para mantener el necesario aparato administrativo y un ejército adecuado, el peligro de las invasiones y la dificultad de defender contra ellas los extensos territorios eran cosas que existían ya en los finales de la época romana. Pero en la Edad Media se presentaron nuevas dificultades, derivadas de la falta de funcionarios preparados, del acrecido y prolongado peligro de ataques hostiles y de la necesidad de introducir, ante todo contra los árabes, la nueva arma de la caballería acorazada. Esta última reforma, a causa del costoso armamento y del período relativamente largo que requería la instrucción de las nuevas fuerzas, estaba ligada con cargas insoportables para el Estado. El feudalismo es la institución con la cual el siglo IX intentó resolver estas dificultades, principalmente la de la creación de un ejército a caballo y dotado de armadura pesada. El servicio militar, a falta de otros medios, fue comprado mediante la concesión de propiedades territoriales, inmunidades y privilegios señoriales, especialmente de derechos fiscales y judiciales. Estos privilegios constituyeron el fundamento del nuevo sistema. El «beneficio», esto es, la donación ocasional de propiedades pertenecientes a los dominios reales como pago por servicios prestados o la concesión del usufructo de tales propiedades como compensación por servicios regulares administrativos y militares existía ya en la época merovingia. Lo nuevo es el carácter feudal de las concesiones y el vasallaje de los favorecidos; en otras palabras, la relación contractual y la alianza de lealtad, el sistema de los mutuos servicios y obligaciones, el principio de la recíproca fidelidad y de la lealtad personal, que ahora viene a sustituir a la antigua subordinación. El «feudo», que al comienzo era solo un usufructo concedido por tiempo limitado, se convierte en hereditario en el curso del siglo IX. 

lunes, 27 de enero de 2025

Pasar cíclicamente de la demonización a la santificación de Stalin no supone un avance; Equipo de Bitácora (M-L), 2025

«Su interpretación de la historia, cuando la tiene, es esencialmente pragmática; lo enjuicia todo con arreglo a los móviles de los actos; clasifica a los hombres que actúan en la historia en buenos y en malos, y luego comprueba que, por regla general, los buenos son los engañados, y los malos los vencedores. De donde se sigue, para el viejo materialismo, que el estudio de la historia no arroja enseñanzas muy edificantes, y, para nosotros, que en el campo histórico este viejo materialismo se hace traición a sí mismo, puesto que acepta como últimas causas los móviles ideales que allí actúan, en vez de indagar detrás de ellos, cuáles son los móviles de esos móviles. La inconsecuencia no estriba precisamente en admitir móviles ideales, sino en no remontarse, partiendo de ellos, hasta sus causas determinantes». (Friedrich Engels; Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana, 1886)

En su obra: «Las guerras de Stalin: de la Segunda Guerra Mundial a la Guerra Fría, 1939-1953» (2005), el sovietólogo Geoffrey Roberts intentó dar una explicación racional de Stalin acotando su imagen a su «esencia humana», dicho de otra manera, a partir de una explicación psicologista basada en el estudio de la personalidad política. Roberts quiso demostrar que, como todo ser, el estadista soviético tuvo sus propias contradicciones internas. Pero, ¿por qué, según señaló Roberts, se ha tendido siempre a un trato maniqueo sobre el georgiano? Aquí nos dio una respuesta interesantísima: según sus observaciones, esto ha sido así debido a que desde la propia propaganda soviética, centrada en el culto a la personalidad, se condujo a crear la imagen de dicha figura en una bifurcación histórica muy definida: entre los comunistas se creó en su mente un endiosamiento hacia su líder, el que todo lo podía, por el que había que agradecer todo lo bueno conseguido; mientras que entre los anticomunistas se forjó en su mente una imagen demonizada de su enemigo, el que lo controlaba todo, el que tentaba a los buenos hombres para corromperlos. En ambos casos cada bando moduló en su mente una imagen de Stalin como alguien con una voluntad inquebrantable y sin grises. Muy por el contrario, Roberts consideró que el jefe soviético era «carismático» y con un gran don de «habilidades sociales» para dominar a los de su entorno, pero no era «sobrehumano» ni «omnipresente». Era un hombre que también «calculaba mal» e incluso tomaba decisiones «en contra de sus propios intereses» y aún más interesante: como todo jefe político, sus ideas estaban abiertas a la evolución y los nuevos desafíos, por lo que llegados al inicio de la Guerra Fría «no siempre tenía claro qué hacer». Esto, aunque parezca increíble, es un cuadro que se acerca mucho más a un retrato fidedigno.

Seguramente no haya mejor ejemplo en el campo histórico de los palos de ciego que dan unos y otros, detractores y fanáticos del comunismo, que la forma en que suelen enfrentarse a la hora de evaluar la polémica «época stalinista». Mientras para los historiadores anticomunistas todo vale con tal de atacar a Stalin, sus contrarios, le defienden de todo lo que hiciera o se sospeche que hiciera, además en su fuero interno piensan ingenuamente que con tal actitud se es más «revolucionario» que nadie. Estos últimos hacen gala de un nulo espíritu crítico, venerando la figura de Stalin como si de su mismísima santidad se tratase. En el peor de los casos, cuando los errores cometidos por su adorada figura son flagrantes, estos afables individuos nos recomiendan hacer de tripas corazón frente a esta encrucijada y contentarnos con una vieja fórmula bien pragmática que para el pobre idealista todo lo resuelve, ¿qué receta será esta? ¡Aguantar a base de seguidismo y misticismo! ¡Mejor eso que nada! ¿Cree el lector que exageramos? Pasen y vean. De cualquier modo, si bien recomendamos la lectura íntegra del capítulo, estos serán los subcapítulos a abordar, por si el lector prefiere indagar solo en algunos ejemplos: 

a) Bill Bland o la Escuela de la especulación;

b) El PCE (m-l) y su promesa de profundizar en el tema Stalin;

c) Rabochy Put y su cándida idealización del periodo stalinista;

d) Las invenciones históricas de Grover Furr sobre Stalin; 

e) RC-FO, otro ejemplo de reivindicación folclórica;

f) Los «stalinistas italianos» y cómo conservar los mitos nacionales;

g) Unos apuntes finales sobre la huella del «stalinismo» en el «jruschovismo».

viernes, 24 de enero de 2025

Nobleza y clero en la Francia del siglo XVIII; Karl Kautsky, 1889


«La nobleza y el clero sólo constituían una pequeña parte de la nación, sin embargo, sólo una pequeña parte de ellos −y no la más grande− llevaba en el siglo XVIII esa vida de fasto y lujo cuyo resplandor y prodigalidades caracterizan a la sociedad de los privilegiados antes de la revolución. Sólo la élite de la nobleza y del clero, los señores que poseían vastos dominios, podían permitirse ese lujo y prodigalidades y rivalizar entre ellos por el resplandor de sus salones, el esplendor de sus fiestas y la magnificencia de sus moradores: era, por otra parte, la única rivalidad de la que era capaz todavía la nobleza. Hacía mucho tiempo que los nobles se habían hecho demasiado perezosos y demasiado abúlicos para rivalizar en los dominios en los que las capacidades y esfuerzos personales hubiesen decidido la victoria. La victoria era para quien gastase más y pareciese tener los mayores ingresos, rivalidad muy en consonancia con el carácter de la producción mercantil. Pero la nobleza todavía no se había adaptado al nuevo modo de producción tan bien como lo ha hecho la nobleza de nuestros días. Sabía muy bien cómo gastar su dinero pero no prestaba todavía atención, como los nobles de hoy en día, a cómo aumentar sus ingresos mediante el comercio de lana, el trigo, el aguardiente, etc. Reducida a sus ingresos feudales, la nobleza se endeudaba rápidamente. Y si éste era ya el caso para la alta nobleza, ¡qué decir de la media y pequeña nobleza! ¡Existían numerosas familias nobles que no sacaban más de 50 libras, incluso 25, de ingreso anual de sus fondos! Cuanto más precaria devenía su situación, más exigentes e implacables eran con sus campesinos. Pero eso rendía poco. Los préstamos sólo le ofrecían una ayuda pasajera, la miseria se hacía, en consecuencia, más apremiante. Únicamente el estado podía ser de alguna ayuda en esta situación de peligro: explotarlo se convirtió cada vez más en la ocupación principal de la nobleza. Todas las funciones remuneradas que el rey podía ofrecer, eran su presa. Y, como el número de arruinados, o de aquellos a los que amenazaba la ruina, aumentaba de año en año, así crecía el número de esas funciones; se acabó encontrando los pretextos más irrisorios para concederle a la nobleza necesitada un derecho a la explotación del estado. Y, naturalmente, junto a esa nobleza necesitada, la alta nobleza, poderosa, endeudada y ávida, no se dejaba olvidar.

Los cargos en la corte estaban entre las sinecuras más buscadas. Las mejor pagadas de todas exigían para su cumplimiento poco saber y trabajo, y llevaban directamente a la fuente de todos los favores y de todos los placeres. 15.000 personas estaban ocupadas en la corte, la mayoría de ellas sólo estaban en la corte para obtener un título lucrativo. Una décima parte de los ingresos del estado, más de 40 millones de libras −hoy día serían alrededor de 100 millones−, estaban consagrados al mantenimiento de esta masa parásita.